
El exvoto en forma de cabra
La cabra llegó a la península ibérica hacia el V milenio a de C, ya los antiguos habitantes de los castros indígenas desarrollaban parte de su economía y sociedad con rebaños de cabras, además la orografía de la región, con sus sierras y montañas cubiertas de matorral, ofrecía un entorno ideal para su cría adaptados a terrenos difíciles, proporcionaban recursos esenciales a las familias vettonas.
En las tierras agrestes de Extremadura, donde el tiempo parece tejerse entre encinas y rocas milenarias, descansa un secreto fundido en bronce: un exvoto en forma de cabra del siglo I a C, hallado en Aliseda, Cáceres. No es solo un objeto, es un puente entre mundos, un fragmento de plegaria silenciosa que narra la devoción de un pueblo antiguo, los vettones, cuyos ritos se entrelazaron con el susurro de Roma.
Se trata de una pequeña escultura de bronce que representa una cabra en posición frontal, debajo de sus patas delanteras, lleva una placa rectangular con una inscripción en letras punteadas. La inscripción está dedicada a la diosa lusitana Adaecina o Ataecina, era una divinidad prerromana de significado "Renacida", su animal simbólico es la cabra y su árbol, el ciprés, asimilada por los romanos a Proserpina. Para los pueblos de pastores y guerreros, este animal no era solo sustento, era símbolo de resistencia, fertilidad y conexión con lo sagrado.
El hallazgo de este exvoto evidencia la importancia de las creencias religiosas indígenas en la época hispanorromana, en forma de estatuilla de una cabra esbelta y eternizada en metal, alza su cabeza con elegancia arcaica. Sus patas, parecen pisar aún las colinas de la sierras, donde pastaban rebaños bajo la mirada de divinidades olvidadas, el bronce, cálido y dúctil, fue transformado por manos anónimas de un artesano que capturó la esencia del animal, los cuernos curvados como lunas crecientes, el cuerpo estilizado que mezcla la rudeza céltica con el detalle romano.
Cada curva habla de un diálogo entre mundos, la tradición vettona, que esculpía verracos en granito, y el influjo de Roma, que traía nuevos dioses bajo el mismo cielo extremeño. Las creencias religiosas y divinidades indígenas tienen un gran arraigo entre la población hispanorromana. Roma las tolera, incluso muchas de ellas se asimilan con sus dioses.
Este exvoto no era un simple tributo. Depositado quizás en un santuario junto a un manantial o en un altar entre encinas, llevaba consigo una promesa: "Aquí está lo que prometí, acepta mi gratitud". Tal vez un pastor rogó por la salud de su rebaño, una madre por la fecundidad de la tierra, o un guerrero por protección en la frontera de un imperio que avanzaba. La cabra, en su silencio metálico, era el mensajero entre lo humano y lo divino.
Hoy, la estatuilla descansa en el Museo Arqueológico de Cáceres, entre estelas de guerreros y cerámicas romanas. Es testigo de que, incluso en un mundo en transformación, la fe se moldea, pero no se rompe. Esta pequeña cabra de bronce no es solo arte. Es un verso perdido de un poema votivo, un fragmento de alma colectiva que sobrevivió a siglos de lluvia y historia guarda la memoria de quienes creyeron que, entre las estrellas y la tierra, los dioses escuchan el lenguaje silencioso de los metales y los corazones.